Exposición artistas ganadores 2020

En la LI edición del Certamen Nacional de Arte de Luarca resultaron ganadores los artistas Beatriz Morán (Gijón, 1982) y Teruhiro Ando (Kagawa, Japón 1962), Premios Ayuntamiento de Valdés y Fundación Caja Rural de Asturias respectivamente.

Dentro de las actividades relacionadas con el CNAL, con la finalidad promocionar y de contribuir a la visibilidad de los artistas, se realiza una exposición individual de los ganadores y se edita un catálogo de cada artista.


Beatriz
Morán

  • Fotografías 2007/2017

  • Ver obras
    Fotografía analógica 2007-2017
    Papel algodón/madera con bastidor 67x80 cm.
    Fotografía analógica 2007-2017
    Papel algodón/madera con bastidor 53x80 cm.
    Fotografía digital 2007-2017
    Papel algodón/madera con bastidor 100x63 cm.
    Fotografía digital 2007-2017
    Papel algodón/madera con bastidor 100x67 cm.
    Fotografía digital 2007-2017
    Papel algodón/madera con bastidor 100x67 cm.
    Fotografía digital 2007-2017
    Papel algodón/madera con bastidor 100x67 cm.
    Fotografía digital 2007-2017
    Papel algodón/madera con bastidor 87x100 cm.
    Fotografía digital 2007-2017
    Papel algodón/madera con bastidor 88x100 cm.
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    A TRAVÉS DEL ESPEJO DEL ESPEJO.
    Notas a propósito de las fotografías de Beatriz Morán.

    "En el linde entre el misterio y el mundo halla el hombre el recurso del sentido; por eso es inteligente; por eso su inteligencia se provee de símbolos para rebasar (precariamente) ese límite, y para exponer (analógica e indirectamente) lo que trasciende."
    Lógica del límite, E. Trias

    Las fotografías de Beatriz Morán -más allá de la innegable elegancia, de la fuerza que emana de lo auténticamente sentido- atraen porque manejan arquetipos que conectan con alguna especie de inconsciente colectivo.
    Cuando la literatura y las artes utilizan metáforas del paso de unos estados a otros, del cambio y la transformación, están apelando a los temas universales que verdaderamente importan en toda época y lugar: la vida como una sucesión de pruebas a superar y la muerte como última frontera.

    Los espacios y tiempos por los que transcurre la vida han sido trazados por límites imaginarios, fronteras , peajes y fielatos que deben ser franqueados con requisitos diferentes en función de la época y el lugar geográfico y social en que a cada uno le haya tocado vivir. Son lo que los antropólogos denominan “ritos de paso” , las celebraciones que conmemoran las transiciones de un estado a otro: desde el nacimiento a la muerte, todas las culturas han celebrado el tránsito de la infancia a la madurez, la pérdida del celibato o simplemente el paso de los años; los diferentes rituales que han ido dando forma a las religiones, los folklores y costumbres que han tejido la diversidad cultural y social. En todas las sociedades existen, explícitos o no, con sus liturgias propias y sus objetos rituales.

    Desde su invención, la fotografía ha documentado los ritos de paso privados y públicos. Incluso, dependiendo de las épocas y de las culturas, el hecho de retratarse se ha convertido muchas veces en el ritual iniciático en sí mismo. Porque ser fotografiado es pasar al otro lado del tiempo y del espacio; un tiempo inmóvil que se quiere cercano a la eternidad, la criogénesis contra el olvido y la muerte, un espacio oscuro que roba pero preserva el alma y las esencias.

    La fotografía es más que una metáfora del paso, pero como tal es una de las más potentes. Una cualidad que comparte con los espejos, fuente tradicional de ensoñaciones y misterios relacionados con espacios imaginarios situados más allá de su marco. Y no por casualidad se los compara: a uno de los primeros procedimientos fotográficos, el daguerrotipo, se le llamó el “espejo con memoria”, porque su superficie de plata pulida retenía la imagen que entraba brevemente en el cajón oscuro.
    Como metáforas aluden a los dos extremos de la existencia: la vida y la muerte, y a la obsesión humana por la fugacidad de aquella y la consiguiente búsqueda de la eternidad. Pero la fotografía y los espejos funcionan en este caso como polos opuestos y complementarios. Como el retrato de Dorian Gray, los espejos, sin capacidad para mentir, reflejan inexorablemente el paso del tiempo; como en el cuento de Blancanieves, a la pregunta de la madrastra responden implacables sobre la pérdida de la belleza. En cambio, la fotografía –reina del simulacro- congela los instantes dotándolos de la ilusión de ser eternos.
    El mundo del espejo pertenece exclusivamente a los mortales; los vampiros, eternamente no-muertos, habitan este lado condenados a no verse reflejados en ellos. Bien al contrario, desde el más allá del soporte fotográfico nos mira nuestro pasado, o los rostros de los hace tiempo desaparecidos, condenados a permanecer eternamente no-vivos en el lado de la imagen. El mundo de la fotografía aspira a la inmortalidad desde el reflejo de lo que ya no existe. La imagen del espejo sólo puede existir aquí y ahora, en un presente continuo. La fotográfica siempre se produce en diferido, como una línea entre el pasado y el presente, como un futuro recuerdo.

    Los espacios que delimitan tanto los espejos como las fotografías han sido objeto de ficción narrativa por parte de la literatura y las artes. Alicia encontraba al otro lado del espejo un mundo absurdo como un sueño; Michel, el fotógrafo del cuento de Julio Cortázar “las babas del diablo”, se quedaba impotentemente inmóvil en el lado de acá mientras del lado de la foto la acción recobraba el movimiento, en una aterradora inversión de los espacios.
    Pero tanto en la narración de Lewis Carroll, como en la de Cortázar u otras muchas ficciones, el momento de traspasar el límite que separa los dos mundos apenas tiene relevancia narrativa. Beatriz Morán, en cambio, construye su relato en el umbral, en la bisagra, en el fértil territorio fronterizo de la “tierra de nadie”.

    Conceptualmente, un espejo dentro de una foto es una tautología, una redundancia del sistema de representación. Mucho más si las fotografías son autorretratos.
    Beatriz Morán no sólo se fotografía a sí misma, además se representa entrando y saliendo de los espejos, un acto que refleja en sí mismo el hecho fotográfico del autorretrato. Beatriz celebra en cada foto un ritual que la lleva a través de varios umbrales, en un viaje de ida y vuelta repleto de cargas simbólicas.

    Los espejos y el autorretrato fotográfico son territorios ya tradicionalmente femeninos. En la Grecia clásica los espejos estaban reservados a las mujeres, los hombres que los utilizaran corrían el riesgo de ser tildados de afeminados (por eso el mito de Narciso –que dio nombre en la época moderna a una patología del comportamiento- no podía, por lo tanto, acabar bien). Durante los siglos posteriores, en los que se afianzó la ideología patriarcal, las mujeres fueron siendo apartadas de los espejos, encarnación de los pecados de vanidad, soberbia o concupiscencia.
    La imagen, como instrumento para la consecución de la identidad, fue reservada por y para las clases poderosas como un privilegio más; durante siglos fueron administrados por la aristocracia y el clero. La fotografía, que nació al amparo de las Revoluciones Burguesas, se convirtió en un visible símbolo de la recién adquirida importancia de las clases medias, que se apresuraron a mirarse en sus espejos fotográficos, orgullosos de su conquista. A comienzos del Siglo XX, los movimientos revolucionarios que propugnaban la desaparición de las clases sociales proponían que pasaran a manos de las clases trabajadoras no sólo los medios de producción, sino también los de reproducción, para poder convertirse en los protagonistas y artífices de su propia imagen. De igual manera, tras el nacimiento de los movimientos de emancipación de la mujer, y coincidiendo con la consecución del derecho al voto y otras conquistas, surgieron muchas mujeres fotógrafas que, consciente o inconscientemente, veían en el uso de la nueva técnica la posibilidad de liberarse del rol de sujeto u objeto pasivo que les había sido asignado desde la mirada del poder patriarcal. El arte feminista de la 2ª mitad del siglo XX propuso a las mujeres convertir su cuerpo en un “campo de batalla” en la lucha por el reconocimiento de sus derechos. No sin ser tachadas de exhibicionistas o narcisistas, muchas artistas se fotografiaron a sí mismas en una búsqueda de la identidad negada o como forma de reivindicación de su propia imagen.
    Beatriz Morán no utiliza un discurso feminista, al menos no conscientemente. Sus fotos tienen más que ver con el intimismo poético de Francesca Woodman o Alina Brotherus, autoras cuya obra Beatriz no conocía cuando empezó con sus autorretratos, pero con las que comparte tácticas y sensibilidades, melancolías y misterios.

    De sus viajes a través del cristal, Beatriz Morán regresa de una soledad fecunda que apela al espectador y le hace recordar que de los verdaderos viajes nadie regresa igual que cuando partió.

    Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro paredes de la alcoba hay un espejo,
    ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo
    que arma en el alba un sigiloso teatro.

    Espejo, Jorge Luis Borges



    Miguel Carrera

    Profesor de Teoría y Práctica Fotográfica e Historia de la Fotografía


Teruhiro
Ando

  • Naturaleza trascendida

  • Ver obras
    El susurro de las hojas nº20
    Acrílico/lienzo. 146x130 cm. 2020
    El susurro de las hojas nº1704
    Acrílico/lienzo. 146x97 cm. 2017
    Sabi 18-11
    Acrílico/lienzo. 65x81 cm. 2018
    El susurro de las hojas nº1905
    Acrílico/lienzo. 30x25 cm. 2019
    Once vidas
    Acrílico/lienzo. 100x81 cm. 2021
    Ocho filósofos
    Acrílico/lienzo. 100x61 cm. 2021
    Ocho poetas
    Acrílico/lienzo. 100z61 cm. 2021
    El susurro de las hojas nº2004
    Acrílico/lienzo. 55x46 cm. 2020
    El susurro de las hojas nº2002
    Acrílico/lienzo. 55x46 cm. 2020
    El susurro de las hojas nº2003
    Acrílico/lienzo. 55x46 cm. 2020
    El susurro de las hojas nº2001
    Acrílico/lienzo. 55x46 cm. 2020
    El susurro de las hojas nº2005
    Acrílico/tabla. 33x41 cm. 2020
  • Leer texto

    NATURALEZA TRASCENDIDA.

    La percepción de la realidad: una naturaleza trascendida.
    La visión que un pintor tiene del mundo, de las cosas, suele ser casi siempre compleja, pero necesariamente selectiva. Su percepción se traduce, a la larga, en la creación de un entramado conceptual al que necesita proporcionar salidas. Es en la traducción de esos conceptos –en las obras– donde tiene lugar la aparición de una naturaleza que trasciende la realidad de la visión originaria. Tenemos entonces una representación, que admite todos los grados posibles de calidad y de eficacia, y que va conformando una manera de entender y de mostrar la realidad; en definitiva, una estética.

    Acercarse a la estética de Teruhiro Ando implica una severa contención. Hay que dejar de lado, bien sujetos, facilones recursos retóricos. Porque el trabajo del pintor es tan intenso, tan riguroso, y sus frutos, tan bien logrados, que parece haber dejado en evidencia todas sus claves, tanto de su proceso conceptual como del expresivo. Naturalmente, no es así. Y su estética encierra una riqueza que sobrepasa con holgura las agradables sensaciones que, de forma inmediata, proporcionan sus obras.



    Metáfora y pintura: la representación de la poesía
    En esta singular atmósfera preparada cuidadosamente por el pintor, la representación de elementos cotidianos se espiritualiza y alcanza una trascendencia poética. Pero, al mismo tiempo, Ando renuncia a cualquier tipo de deformación, ni expresiva ni simbólica, tomando siempre a la realidad como modelo y como ejemplo. Doble valor para el lenguaje del artista; ambigüedad que permite –y casi exige– la aparición de la metáfora. El pintor, ante la metáfora, asume la necesidad de una representación fiel, pero radicalmente espiritualizada. Doble nivel en la creación, pero asimismo en la visión del cuadro. En toda metáfora hay una traslación de significados: queda al cuidado del pintor enlazarlos, y al del contemplador, distinguirlos.

    El universo plástico ofrecido por Ando está casi siempre vacío. Y quieto. Esos parecen ser los dos pilares que le permiten la fundamentación de la pintura sobre postulados indestructibles, al modo matemático. Queda, apenas, lo que debe quedar: el espacio, las formas, el color… ¡y la luz! El tiempo está en la vida de los contempladores, a cuyo azar quedarán sometidas, para siempre, las obras. Todo en la pintura de Ando es material; se entiende, en ella, a la materia como generadora y soporte de formas: el desarrollo formal de la materia se convierte así en una especie de oferta –nunca de logro– cultural. Su captación, disfrute y transmisión quedan ajenos.

    Esa oferta que él hace la recibe también. Sujeto cultural, Ando es receptor y vehículo de una tradición artística muy rica. Ni niega ni reniega de ella; pero tampoco afirma: se deja llevar por un conjunto, muy complejo, de hechos y encuentra en ellos impulso y orientación. De manera especial, en dos polos: el clasicismo de raíz renacentista y la actitud artística que viene conociéndose como minimalismo. El pintor establece entre ellos una especie de puente, un singular camino de ida y vuelta en el que pone en relación constante a la riqueza de la clasicidad con la pureza de lo mínimo. Puente desde el que invoca a la belleza, con equilibrio, con primor y con sabiduría.

    Y ya que sale a relucir lo bello, inagotablemente duradero y variado, es necesario caracterizar, aunque sea de manera introductoria y provisional, el sentido y valor de la belleza en la estética de Ando. En ella, la garantía –y, al mismo tiempo, la manifestación– de lo bello está encomendada a tres categorías formales que parecen actuar de modo simultáneo: la soledad, la ligereza y la serenidad.

    Las resumimos: el vacío, que no se entiende como hueco, sino como evidencia del misterio. Ando, como todos los grandes creadores, comienza su labor como adivino y la concluye como profeta. Principio y fin de un trabajo esmerado, afán continuo para alcanzar la perfección (conceptual, técnica, compositiva y expresiva), tan admirablemente resuelto que hace a este pintor inclasificable, y convierte en delirante modernidad su delirante clasicismo.



    Jesús Cobo

Fechas exposición e itinerancia

ITINERANCIA FINALIZADA. Casa de Cultura del Ayto. de Valdés y Sala Borrón, Oviedo.

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Beatriz Morán
Teruhiro Ando