En la edición del 50 aniversario del Certamen Nacional de Arte de Luarca resultaron ganadores los artistas Juan Fernández Álava (Piedras Blancas, 1978) y Mónica Dixon (New Jersey, 1971), Premios Ayuntamiento de Valdés y Fundación Caja Rural de Asturias respectivamente.
Dentro de las actividades relacionadas con el CNAL, con la finalidad promocionar y de contribuir a la visibilidad de los artistas, se realiza una exposición individual de los ganadores y se edita un catálogo de cada artista.
Milagros cotidianos
Cuatro mil millones de gentes sobre esta tierra,
y mi imaginación es como era.
No se le dan bien los grandes números.
Sigue conmoviéndola lo particular.
Wislawa Szymborska
Gira, el mundo gira. Los días se suceden uno detrás de otro. Y los acontecimientos, infinitos, acontecen sin pausa. El cuadro me enseña a rechazar la rueda frenética del tiempo, expresó Balthus en sus Memorias. Su pintura, gestada en el recogimiento del estudio entre meditaciones y silencios, es capaz de captar los fluidos de la vida. Su pintura, concebida en la lentitud del estudio entre pincelada y pincelada, pretende detener el curso del tiempo. Para ello basta con mirar y entrar. ¿Entrar... a qué lugar? Entrar en lo que Rilke llamaba el “Crac”, el país de las maravillas. Esto es, traspasar la superficialidad del mundo y acceder al espacio interior de las cosas y los seres. Ir de lo universal a lo particular, capturar instantes de la vida, aprehender el hecho de que hay muchos milagros cotidianos tal y como reza el verso de otro poema de Wislawa Szymborska.
En la pintura de Juan Fernández la vida se abre camino y los milagros cotidianos marcan el paso del tiempo mejor que un reloj. Un tiempo propio que queda atrapado en cada lienzo. ¿Qué son los milagros cotidianos? Acciones insignificantes en la Historia universal pero imprescindibles en la Historia particular de cada individuo. Lo importante es aquello sin importancia. El valor que tiene nuestro mundo más inmediato, la rutina del día a día. En las experiencias aparentemente irrelevantes del entorno cotidiano se encuentra el sentido de la vida. Álvaro Galmés Cerezo en su libro Morar. Arte y experiencia de la condición doméstica indice al respecto: Lo que verdaderamente somos solo se puede manifestar en la cotidianeidad, no tenemos otras vidas para desplegar nuestra esencia, vivimos en el ámbito de lo ordinario sin grandes sobresaltos ni novedades, nuestra existencia está hecha de repetición Pero a partir de esta reiteración se generan los hábitos y, por tanto, es allí donde debemos buscar el significado de nuestras vidas. A través de las horas, los días, meses y años, vamos generando un universo de costumbres en el cual, si rebuscamos con cuidado, podremos encontrar un sentido original en cada gesto, en cada idea y en cada emoción.
La vida común y corriente está cargada se significados personales. A partir de lo trivial y lo anecdótico construimos y consolidamos nuestra existencia. En el ensayo La resistencia íntima Josep María Esquirol incide en que lo humano no espera manifestarse sólo en la región superior de la acción política o del pensamiento contemplativo, sino que lo hace ya -y con parecida intensidad- en el gesto cotidiano. Lo cotidiano es una importante modalidad dentro de su filosofía de la proximidad que es aquella que busca el enraizamiento en el día y sus gestos, el enraizamiento en la compañía cotidiana, el enraizamiento no en los elementos impersonales, sino en la calidez humana. La obra de Juan Fernández también anhela el enraizamiento en el país de las maravillas de su esfera cotidiana logrando ese “Crac” rilkeano mencionado por Balthus. Su pintura es una pintura de proximidad. Con cada trazo y cada color infunde en sus lienzos una capa de intimidad cargada de nobleza. Es pura pintura y pura vida.
Natalia Alonso Arduengo
Crítica de arte y comisaria independiente
En el umbral / hacia la luz
EN EL UMBRAL
Pintora figurativa, Mónica Dixon lleva años moviéndose en el umbral de la abstracción, sin franquearlo. Comenzó pintando como Van Gogh botas y zapatos como registro del “acontecer en el mundo” -según pensaba Martin Heidegger que debía ser el origen de la obra de arte- para después pasar de los pies a la cabeza y hacer una pintura cada vez más reflexiva e intencionada, menos apegada a lo real.
Su obra se divide desde entonces en dos series mayores, según vaya dirigida la mirada. Cuando lo hace al exterior, a los paisajes, la incidencia en los amplios espacios abiertos, retratados con elegante exactitud, hace que inevitablemente se mencione a su compatriota Edward Hopper y su poética de la soledad. Es pura convención, porque también recuerda a los paisajes del ruso Aleksandr Deineka y a los de Georgia O'Keeffe, Andrew Wyeth o de cualquiera que haya pintado las grandes extensiones norteamericanas, en su inconmensurable inmensidad.
Nacida en Nueva Jersey (EEUU) en 1971, y licenciada en Bellas Artes por la Universidad de Rutgers, Mónica Dixon Gutiérrez de Terán es norteamericana de nacimiento y educación por parte de padre, pero asturiana por parte de madre. Vive en Oviedo y desde Asturias ha desarrollado la mayor parte de su carrera artística, iniciada con una primera exposición individual en la Casa de Cultura de Salas en 1994, al tiempo que exponía en algunas colectivas en Filadelfia, donde había completado estudios en la Fleischer School of Art.
Pero su vivencia es la del infinito. Como bien señaló Juan Carlos Gea en la introducción a una de las exposiciones de Mónica, sus casas solitarias, en mitad de paisajes de la Norteamérica rural, “parecen resaltar lo que las construcciones humanas tienen de precario bajo la perdurable majestad del espacio y el cielo”. La aproximación a lo sublime siempre deja la sensación de que hay algo más, una cierta conexión con lo trascendental, y quizá es por eso que en obras más recientes esas arquitecturas aparecen incluso flotando en el aire, como arrastradas por un inesperado huracán, en toda su ligereza y fragilidad.
Sólo en ese sentido se podría decir que su pintura es metafísica, es decir, que va más allá de la física, algo que seguramente no pretende. Se aprecia sobre todo en su otra mirada, la que se dirige al interior, que no es sólo de las casas. Ahí también ha evolucionado: en un primer momento, Dixon mostraba cierta preocupación realista por el detalle, por las puertas, las contraventanas, los aparadores en mitad del pasillo, los huecos de escalera, las habitaciones vacías, el suelo de damero, entre paredes blancas que ya no daban cobijo a nadie y dejaban una sensación fría, desolada.
La representación era fiel, sólo a veces perturbada por un efecto vorticista que la mantiene en esa misma tradición anglosajona. Pero pronto empezó a hacer una pintura más introspectiva y dedicar mayor atención a los efectos luminosos, a esa luz frontal que molesta a los ojos por un ventanal al fondo, o a ese rayo solar que penetra de soslayo y rebota en el tabique. Como en tantas ocasiones, lo concreto va llevando a lo abstracto, y lo material a lo inmaterial, y la representación va dejando paso a algo más etéreo y menos aprehensible.
El cuadro me enseña a rechazar la rueda frenética del tiempo, expresó Balthus en sus Memorias. Su pintura, gestada en el recogimiento del estudio entre meditaciones y silencios, es capaz de captar los fluidos de la vida. Su pintura, concebida en la lentitud del estudio entre pincelada y pincelada, pretende detener el curso del tiempo. Para ello basta con mirar y entrar. ¿Entrar... a qué lugar? Entrar en lo que Rilke llamaba el “Crac”, el país de las maravillas. Esto es, traspasar la superficialidad del mundo y acceder al espacio interior de las cosas y los seres. Ir de lo universal a lo particular, capturar instantes de la vida, aprehender el hecho de que hay muchos milagros cotidianos tal y como reza el verso de otro poema de Wislawa Szymborska.
HACIA LA LUZ
De su fijación por la luz surge la obra de interior más reciente, iniciada en 2015, en la que ha ido despojando el espacio pictórico de todo aquello que percibía como anecdótico, que según sus propias palabras la distraía de lo que en realidad quería mostrar: el espacio en sí mismo, la soledad esencial del escenario, la luz que lo revela. Una pintura que hable tanto de presencias como de ausencias, que haga dialogar la luz natural y la artificial y rellene huecos con la sola vibración de la atmósfera.
En esa búsqueda se une insospechadamente al artista más conocido del movimiento Light and Space, el norteamericano James Turrell, quien con sus piezas de luz proyectada, sobre todo las Shallow Space Constructions y sus Wedgeworks, desafía la sensación de profundidad y genera la ilusión de paredes y barreras, o que en sus Skyspacesdeja penetrar la luz del cielo para que el visitante entable una conversación con el cosmos.
Claro que Mónica Dixon lo hace a través de la pintura, en blanco y negro y en un espacio tan delimitado como es el del cuadro. Sin salirse del lienzo crea parecida ilusión de profundidad, y jugando con las luces y sombras, y los planos y las perspectivas, fuerza la participación del espectador en escenas mudas que se desarrollan en un cuarto por lo general oscuro y cerrado, casi ciego, con pocas posibilidades para la evasión.
Son escenarios enigmáticos pero no opresivos y que además están pintados con extremada pulcritud, lo que le ha valido obtener numerosos premios y reconocimientos, el más reciente el del XLVIII Concurso Internacional de Pintura Villa de Fuente Álamo de Murcia 2020. Sus exposiciones individuales de los últimos años la han llevado a lugares tan alejados como Suecia o Singapur.
Con el acrílico Night light obtuvo el Premio Fundación Caja Rural de Asturias en el L Certamen Nacional de Arte de Luarca 2019, motivo de la actual exposición. El cuadro resume bien esta última etapa de su trayectoria, con un motivo central que es sólo un fondo de habitación iluminado lateralmente, con un tabique en medio que corta o divide el haz de luz y genera un halo que transita hacia la oscuridad más absoluta, en una disminución casi total.
En otras obras la luz nocturna deja paso a la luz fría de la mañana, o la sucesión de recovecos permite atisbar un posible recorrido que permitiría salir del laberinto, en el caso de que nos encontráramos allí encerrados. Son pequeñas variaciones de lo mismo en las que de vez en cuando se introducen algunas novedades, como esa presencia geométrica que podría anunciar una deriva simbólica, si fuera el caso.
Porque Mónica Dixon es una artista un tanto hermética, que en su introversión sólo deja ver una superficie sin resquicios, en la que los demás rascamos sin estar seguros de que nos acercamos a lo que pretende. Como buena norteamericana, tenderá más al pragmatismo, o como mucho a un trascendentalismo prudente e inmanente, que conecta el alma humana a lo existente en el mundo y que en el terreno pictórico se podría traducir en tan solo dos palabras: just it
Luis Feás Costilla
ITINERANCIA FINALIZADA. Casa de Cultura del Ayto. de Valdés y Sala Borrón, Oviedo.